sábado, 28 de febrero de 2015

Muerte de un republicano

Muerte de un republicano

Por Beatriz Sarlo | Falleció ayer, a los 83 años y por problemas respiratorios, el fiscal del histórico juicio a las juntas de la última dictadura militar.  Habrá dos días de duelo nacional. Beatriz Sarlo evoca sus valores de “firmeza y humildad”. Galería de imágenes.


Por Beatriz Sarlo | 28/02/2015 | 21:48



CIGARRILLOS. Sarlo, en su recuerdo de Strassera también habla de esos cigarrillos que lo acompañaron en casi todo momento, La simpleza de un personaje histórico.

Poco después del Juicio a las Juntas, una noche, Strassera entró en un restaurante  de la calle Talcahuano (un restaurante que ya no existe). La gente que estaba allí lo aplaudió. El fiscal saludó apenas, y encendió un cigarrillo, ya sentado a su mesa. Era la primera vez que yo asistía a algo así: que un fiscal fuera recibido como una celebridad. La época está muy lejos. Hace un mes, la muerte de un fiscal movilizó a decenas de miles. Las noticias judiciales van a la primera plana; los jueces se afanan por hacer conocer los avatares de sus decisiones al periodismo bajo la forma del off o el on the record; los fiscales, por la fuerza o la debilidad de sus denuncias, han pasado a ser figuras públicas. Pero en 1985 la justicia no estaba bajo los reflectores como hoy.

El fiscal ya había pronunciado su alegato. Ya había dicho: “Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: Nunca más”.  Son palabras que podríamos recitar de memoria, pero que Strassera pronunció por primera vez. El Juicio a las Juntas militares había terminado con condenas y ese acto de justicia nos ofrecía una razón valedera, por lo menos una, para sentir orgullo patriótico.

Desde entonces Strassera fue el hombre que había atravesado por una circunstancia excepcional, porque excepcionales habían sido los crímenes de los que acusó a las Juntas militares y la Cámara dio por probados. Esos asesinatos, torturas y desapariciones fueron hechos únicos en nuestra historia y, como lo demostró la acusación del fiscal, sistemáticos. Su excepcionalidad radicaba en la monstruosidad del plan y en haber convertido al Estado en un órgano de exterminio.

Treinta años después, frases como éstas se han repetido miles de veces. Es bueno que se repitan, porque el olvido amenaza las más laboriosas construcciones del pasado. Por desinterés y descuido, por extraviado personalismo, por autocentramiento partidario, el juicio puede pasar a un segundo plano, sin tomar en cuenta su carácter fundante de una nueva moral pública en la Argentina. En cambio, durante el Juicio a las Juntas, todo lo que Strassera se proponía probar tenía una novedad trágica, no porque muchos no conociéramos incluso detalles de lo que había sucedido, no porque las organizaciones de Derechos Humanos no lo hubieran denunciado antes, sino porque el fiscal le presentó a los jueces de la Cámara testigos que habían sido desgarrados por la enormidad de los crímenes que se animaron a denunciar. Sólo las víctimas conocían una parcela del infierno, si habían conservado la vida, o sus familiares habían podido reconstruir el final de  algunos muertos. Sólo las víctimas habían sido arrastradas por sus captores hacia esos aguantaderos y pozos del dolor donde los victimarios martirizaban y destrozaban a sus prisioneros. Strassera hizo una luctuosa e implacable síntesis de lo que la Conadep había investigado en tiempo récord y de cuyo informe fueron seleccionados trescientos casos.

Strassera vivió meses rodeado de testimonios que todavía hoy son difíciles de escuchar por la extrema perversidad de los hechos que relatan. Imagino que fue para Strassera el descenso a un infierno que, como en pocos otros casos, es adecuado llamar “doliente valle que traga todo el mal del universo”, donde, si creemos a Dante, los malvados quedarán para siempre.

Strassera sobrellevó todo esto con modestia republicana, en el sentido más clásico. Fue un ejercicio de entereza moral. Poco inclinado a la espectacularidad, no usaba la primera persona ni se presentaba como aquel predestinado que magnifica su tarea incluso cuando no la cumple del todo. Sin embargo, es difícil que no supiera que ese Juicio a las Juntas era un hito en la historia política nacional y que pasaría a los libros. Un acto de justicia para siempre, como, de algún modo, lo certificaron esas dos palabras finales de su alegato. “Nunca más” indica el compromiso de que los crímenes no se repitan. La Argentina no debía acercarse nunca más a ese séptimo círculo del infierno, que Strassera citó en su alegato.

Admiré a Strassera sin conocerlo. Admiré, sobre todo, su sobriedad. Es imposible que no supiera que lo que hizo la fiscalía en el Juicio a las Juntas tenía un valor inaugural y que nada de lo que sucediera podría borrarlo. Sin embargo, haber sido protagonista de un hecho fundacional, sostén de la escena de la transición democrática, no le impuso el sentimiento de grandeza que habría podido asaltar un espíritu que no se distinguiera por la sobriedad y la modestia.

Sin conocer a Strassera, me animo a decir que ésas fueron sus virtudes. Carecía, por lo menos en público, por lo menos en todo lo que sabemos de él, del sentido de la propia importancia, esa desdeñosa convicción que convierte, incluso a los mediocres, en aspirantes a figura histórica. Aceptó el nombramiento de Alfonsín como fiscal en un momento donde las cosas no fluían: los militares conservaban sus batallones (como lo demostraron varias veces) y no imaginaban que la justicia civil se iba a animar a tanto. Esos militares se habían negado a juzgarse, como se los propuso Alfonsín, y consideraban que la autoamnistía que habían declarado antes de entregar el gobierno y que aceptaron todos los peronistas (salvo que se presenten las declaraciones en contra), ya había prevalecido sobre  el reclamo de justicia.

Se ignoraba qué riesgo esperaba a los protagonistas judiciales del juicio. Ni Strassera, ni Moreno Ocampo, ni los jueces de la Cámara podían estar seguros de que lo que hicieran no iba a traerles consecuencias personales acordes con la gravedad de aquello que juzgaban. Todos estaban en peligro y todos debían tener esa valentía que no tiene nada que ver con el desplante ni el desafío oratorio, sino con la firmeza. Probablemente, los que aplaudimos a Strassera esa noche de 1985, cuando entró a Bachín (un nombre tan porteño como era porteño el estilo del fiscal), tampoco tuviéramos conciencia plena del paso que se estaba dando.

Strassera fue uno de los protagonistas de un gran acto de la transición democrática. El escenario era inseguro y no se conocía del todo la trama futura de los hechos. Sin ademanes, Strassera aceptó el riesgo en el momento adecuado. No estuvo solo, pero lo animó una convicción que encaró con responsabilidad y valentía. Supo que era uno de los hombres del momento. No se equivocó y es un protagonista de la historia.

jueves, 26 de febrero de 2015

STIUSO. La construcción de un demonio necesario

POR JORGE URIEN BERRI / LA NACIÓN
¿Stiuso con una ese o con dos? ¿Un apellido verdadero o falso? ¿Un espía poderoso por haberse adueñado de los secretos de sucesivas dirigencias de todo tipo o una cómoda e interesada exageración que ahora podemos convertir en monstruo porque así lo exige la necesidad política y social del momento?
Cuando Antonio Horacio Stiuso vaya a declarar, podría dictarle al secretario de la fiscalía, si quisiera, la historia secreta de la Argentina de los últimos veinte años. Claro que, salvo a los amantes de la verdad, a pocos les gustaría el relato, y muchos se consolarían recordando que se trata de un espía y que los espías mechan verdad y mentira en dosis que sólo ellos conocen.
Stiuso podría contar los servicios que le pidieron desde la Casa Rosada y su colaboración con la CIA, el FBI y el Mossad israelí. Podría recitar la lista de periodistas a sueldo de la ex SIDE y la nómina de abogados que cobraban en ese organismo por defender a importantes acusados en los escándalos del menemismo. Podría contar hasta dónde llegaba y dónde terminaba la voluntad de varios jueces y fiscales federales cuando escuchaban sus pasos por los pasillos de los tribunales de Comodoro Py. Podría contar cómo abrazaba sin pudor a algún juez federal en las narices de alguien a quien él, Stiuso, había denunciado penalmente. Podría contar quién era, en realidad, el fiscal Alberto Nisman, y si era Nisman o él quien ejercía la conducción de la causa AMIA.
Tal vez hasta podría contar la verdadera historia del atentado a la mutual judía y explicar por qué, si los responsables que imputó Nisman son iraníes, se montó en la Argentina un descomunal encubrimiento horas después del estallido del 18 de julio de 1994, un encubrimiento por el que están acusados los primeros investigadores de la causa. También podría contar por qué las importantes pistas que, además de conducir a Teherán, conducen a Buenos Aires, se extirpaban del expediente principal para alojarlas en los centenares de legajos paralelos.
Necesitamos demonios y santos y a ambos los fabricamos sin querer saber de qué fibra están hechos. Se ha convertido en mártir a Nisman y en demonio a Stiuso. Claro que no lo son, pero nos conviene creerlo, aunque se sumen los testimonios que muestran a un fiscal dependiente de Stiuso y casi hipnotizado por el espía.
Pero si Nisman era casi una construcción de Stiuso, Stiuso también era una paulatina pero incesante construcción de los gobernantes que lo usaron en su beneficio y que al hacerlo lo dotaban de más poder: el que otorga conocer los secretos de los poderosos. Tanto poder le dio autonomía y el Gobierno lo jubiló. Fue un golpe muy fuerte para Nisman, cuyo poder emanaba de Stiuso. Nisman sabía que correría una suerte parecida y así se lo dijo a Fernando Oz, según narró el periodista de Perfil. Luego, el fiscal denunció al Gobierno y, tras su muerte, el Gobierno alentó fuertes sospechas sobre el eventual papel de Stiuso en el caso.
El hombre de los secretos será lo que queramos y lo que necesitemos que sea para no asumir que siempre supimos y toleramos que una porción de nuestra historia y de las sentencias judiciales -y más de una nota periodística- se escribían o dictaban en la ex SIDE..p< co con una ese o con dos? ¿Un apellido verdadero o falso? ¿Un espía poderoso por haberse adueñado de los secretos de sucesivas dirigencias de todo tipo o una cómoda e interesada exageración que ahora podemos convertir en monstruo porque así lo exige la necesidad política y social del momento?
Cuando Antonio Horacio Stiuso vaya a declarar, podría dictarle al secretario de la fiscalía, si quisiera, la historia secreta de la Argentina de los últimos veinte años. Claro que, salvo a los amantes de la verdad, a pocos les gustaría el relato, y muchos se consolarían recordando que se trata de un espía y que los espías mechan verdad y mentira en dosis que sólo ellos conocen.
Stiuso podría contar los servicios que le pidieron desde la Casa Rosada y su colaboración con la CIA, el FBI y el Mossad israelí. Podría recitar la lista de periodistas a sueldo de la ex SIDE y la nómina de abogados que cobraban en ese organismo por defender a importantes acusados en los escándalos del menemismo. Podría contar hasta dónde llegaba y dónde terminaba la voluntad de varios jueces y fiscales federales cuando escuchaban sus pasos por los pasillos de los tribunales de Comodoro Py. Podría contar cómo abrazaba sin pudor a algún juez federal en las narices de alguien a quien él, Stiuso, había denunciado penalmente. Podría contar quién era, en realidad, el fiscal Alberto Nisman, y si era Nisman o él quien ejercía la conducción de la causa AMIA.
Tal vez hasta podría contar la verdadera historia del atentado a la mutual judía y explicar por qué, si los responsables que imputó Nisman son iraníes, se montó en la Argentina un descomunal encubrimiento horas después del estallido del 18 de julio de 1994, un encubrimiento por el que están acusados los primeros investigadores de la causa. También podría contar por qué las importantes pistas que, además de conducir a Teherán, conducen a Buenos Aires, se extirpaban del expediente principal para alojarlas en los centenares de legajos paralelos.
Necesitamos demonios y santos y a ambos los fabricamos sin querer saber de qué fibra están hechos. Se ha convertido en mártir a Nisman y en demonio a Stiuso. Claro que no lo son, pero nos conviene creerlo, aunque se sumen los testimonios que muestran a un fiscal dependiente de Stiuso y casi hipnotizado por el espía.
Pero si Nisman era casi una construcción de Stiuso, Stiuso también era una paulatina pero incesante construcción de los gobernantes que lo usaron en su beneficio y que al hacerlo lo dotaban de más poder: el que otorga conocer los secretos de los poderosos. Tanto poder le dio autonomía y el Gobierno lo jubiló. Fue un golpe muy fuerte para Nisman, cuyo poder emanaba de Stiuso. Nisman sabía que correría una suerte parecida y así se lo dijo a Fernando Oz, según narró el periodista de Perfil. Luego, el fiscal denunció al Gobierno y, tras su muerte, el Gobierno alentó fuertes sospechas sobre el eventual papel de Stiuso en el caso.
El hombre de los secretos será lo que queramos y lo que necesitemos que sea para no asumir que siempre supimos y toleramos que una porción de nuestra historia y de las sentencias judiciales -y más de una nota periodística- se escribían o dictaban en la ex SIDE.