jueves, 30 de mayo de 2013

El debate que Carta Abierta busca evitar

El debate que Carta Abierta busca evitar

Por Luis Gregorich |  Para LA NACION

Vivimos en la Argentina jornadas de inocultable tensión, con una sociedad dividida cada vez más drásticamente entre partidarios y opositores al Gobierno, cuya belicosidad en el plano verbal y simbólico, anticipatoria de otras violencias, no puede menos que preocupar. La feroz pelea del Gobierno con el mayor multimedio del país, la oficialmente denominada "democratización" de la Justicia , la discutible iniciativa del blanqueo de divisas (que viene a ser un extraño compañero de ruta del cepo cambiario) y la propuesta de convertir a jóvenes militantes en controladores de precios máximos refuerzan un escenario de confusión y desencuentro.

Mientras los opositores se limitaron a acuartelarse en la prensa gráfica y en espacios más o menos convencionales de la radio y la televisión, el Gobierno los enfrentó y hostigó, pero sin sobreactuar. En cambio, se ha puesto muy nervioso ante el inesperado altísimo rating de un programa político dirigido por Jorge Lanata , que se emite los domingos por la noche y que investiga el supuesto enriquecimiento y el lavado de dinero por parte de personas vinculadas, en forma central o lateral, con el Gobierno. Quizás el mérito principal de este programa sea su inteligente uso del formato televisivo y su abandono del modelo "radiofónico", limitado a cámaras fijas e intercambio de voces y primeros planos. Error: quizás el mérito principal de este programa sea su credibilidad.

En la Plaza de Mayo, en la reciente celebración de la fecha patria, hubo dos mensajes , dos elocuciones, dos "textos" que enfrentaron, desde el Gobierno y sus adyacencias, la situación. Primero, el discurso de la Presidenta, que procuró destacar los logros de la década kirchnerista y asumir su proyección al futuro. Abogó por otra década en la misma senda y no afirmó ni desmintió que aspirase a la re-reelección. El mensaje podría ser calificado de relativamente moderado, sobre todo si lo confirmaran (poco probables) gestos en la misma dirección.

El mismo día fue leído en la plaza el documento N° 13 de Carta Abierta , el colectivo de intelectuales y exponentes de la cultura que apoyan al Gobierno. Como siempre, se trató de un largo e intrincado comunicado, de más de diez densas páginas, escrito en una prosa barroca y "ajardinada" (según definición que hace muchos años escuché a Juan Carlos Ghiano, un escritor argentino ya desaparecido), que esta vez, sin embargo, resuena con acordes más agresivos y fundamentalistas que los dichos de la Presidenta.

El nuevo documento, una vez descontados sus monótonos y habituales panegíricos para las realizaciones kirchneristas (alcanzadas "por primera vez en la historia nacional"), se articula, sin dar nombres y apellidos, en una insultante condena del programa político mencionado y del periodismo crítico en general. Encuentra en éstos el "avance impiadoso" de un "relato brutal", provisto de "acciones profunda y visceralmente desestabilizadoras", cuyos argumentos se extraen de "las cloacas del lenguaje".

Ligeramente alucinado -permítase que sea yo el que califique esta vez-, el texto sostiene que este "consumado amarillismo periodístico" construye, como "santo y seña" de la oposición, la figura del "judío" que "supo desplegar el antisemitismo exterminador". Otra vez aparecen "el lenguaje surgido de las letrinas amarillistas", la "espectacularidad televisiva", el "vodevil mediático" y "el aliento fétido de la regresión neoliberal", que vendríamos a representar los que intentamos ejercer el periodismo crítico, quienes, además, somos "los inspiradores de tanto odio".

También nos condena la historia, a nosotros y a los que, sin saberlo, representamos: ya lo dijo Rosa Luxemburgo, la crisis del capitalismo destruyó la república de Weimar y permitió que los nazis tomaran el poder. Y también somos responsables por la caída de Yrigoyen, y por la caída de Arbenz, y por la caída de Perón, y por la muerte de Gaitán. Imaginen cualquier desmán o forma de explotación y la culpa la tienen los que, "con virulencia insidiosa" y "en nombre del saneamiento moral", abrieron "las compuertas para los peores regímenes dictatoriales". ¡Qué importa un poquito de corrupción, una "serie de fotografías de casas solariegas" de "nuevos ricos vinculados" cuando lo verdaderamente importante es la "corrupción de las grandes estructuras capitalistas"!

Este bizarro documento, tal vez el más autocomplaciente de los que ha dado a conocer Carta Abierta, obviamente se consagra a defender al Gobierno y, de paso, en un alarde retórico, aprovecha la oportunidad para calificar las experiencias mediáticas opositoras no sólo como vodevil, sino también como "folletín popular" o "novela de terror gótico", con "castillos draculianos y llamados telefónicos a carpinteros infernales que construyeran bóvedas, criptas o cúpulas salidas de un relato de Edgar Allan Poe".

Ninguna autocrítica o referencia, ya que hablamos de géneros, a las escenas de grand-guignol protagonizadas por Guillermo Moreno, con sus bruscas irrupciones y sus guantes de boxeo; ninguna mención de las pop-sessions de Amado Boudou o los absurdos beckettianos de 6,7,8 . Y una ardua prosa que podrá ser aplaudida por los aplaudidores, pero difícilmente resista ser leída hasta el final.

¿Qué estamos discutiendo? Lo que es capaz de afirmar o callar un intelectual o un escritor. Pero hoy no se trata de las opiniones de Federico Engels sobre la novela realista, en sus cartas a Minna Kautski. Tampoco de lo que reflexionó Antonio Gramsci, en su celda, sobre la función del intelectual orgánico. Hoy se trata de saber qué pensamos, sin distraernos, acerca de la evolución patrimonial de Lázaro Báez, un modesto empleado bancario devenido en multimillonario gracias a su íntima relación con el poder. ¿Cuántos otros Báez hay? ¿Cuántos documentos más se ocuparán de cubrirlos con densos velos protectores?

Carta Abierta, que en sus paneles mezcla académicos y funcionarios y militantes variados, por lo menos ofrece, desde su creación, una imagen de unidad. Su férrea adhesión al Gobierno, sólo matizada a veces por desacuerdos menores, revive cuando la situación política lo requiere. Casi estaríamos a punto de envidiarlos por esa imagen de cohesión, brindada incluso contra el sentido común y contra hechos irrefutables.

Los intelectuales de la oposición, en cambio, se han fragmentado en distintas etnias ideológicas, cuyos matices generan mutua desconfianza y restringen una necesaria acción en común. De tal forma, el nuevo documento oficialista, aunque su faena central consista en demoler al periodismo opositor y desarmar el valor de las investigaciones en curso, alude sin quererlo a un tema, a una ausencia que nos abarca a todos: la promoción de un auténtico debate nacional, en el que los contendientes por lo menos puedan mirarse cara a cara y donde la áspera diferencia de ideas sea mitigada por la cortesía del encuentro.

Soy de los que creen que la figura presidencial debe ser respetada, como mandataria y como mujer, y rechazo de plano las escenas en que se la escarnezca o ridiculice. Pero tampoco ella puede eludir la crítica en democracia y la investigación fundada en derecho. Una actitud de transparencia y puertas abiertas podría ser su mejor blindaje, así como la declinación expresa de nuevas reelecciones y reformas constitucionales.

Mientras tanto, debatamos ya acerca del significado de esa mortal peste que es la corrupción y (agrego por mi parte) del valor estratégico de combatirla, y de no consentir las variadas máscaras del "roba pero hace". No dejaría fuera del debate ninguno de los grandes interrogantes que enturbian nuestra concepción del futuro, aunque me gustaría empezar por los contrastes entre una visión del mundo global y una mirada de aislamiento provinciano, entre el consenso y la hegemonía, entre el largo aliento y el cortoplacismo, entre el mito del trabajo y el esfuerzo personal y el contramito del asistencialismo clientelista.

© LA NACION.

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